Copo,
El síndrome post
vacacional no me ha llegado todavía. Y no es porque yo no haya empezado la
universidad, qué va. Es porque yo todavía tengo el cuerpo de vacaciones. Sigo
trasnochando, sigo remoloneando en la cama por las mañanas y necesito las
siestas como el pan nuestro de cada día. Una desgracia estudiantil donde las
haya. Lo único que me recuerda que estamos en septiembre es que llevo una
semana en casa de la compi y que la universidad ya ha empezado.
Lo cierto es que muy
lejos quedaron los campamentos, la llorera de haberme prometido con mi galán,
las despedidas de soltera, las bodas de placer (y no de curro), la playita, mi
moreno (¡he estado morena!)… y hasta lejos quedó la semanita de camping. Y es
que yo no expliqué mi semanita de camping con mi familia política que eso tuvo
más miga que el cuento de Hansel y Gretel, oigan.
La familia del galán
decidió que nos merecíamos unas vacaciones de campo y playa y así hicimos. Yo,
que me apunto a un bombardeo estaba allí la primera. Como una señora. Cuando llegamos
los seis adultos al bungalow (¿cómo se escribe?) ya aventuramos que aquello
podía salir muy bien en plan amor y fraternidad infinita o podía llevarnos a la
muerte y destrucción de la harmonía familiar.
(vean en las fotos lo felices que éramos...)
Por suerte, el turnarnos el
minibaño, suplicar por un enchufe para el secador, asesinarnos con
premeditación y alevosía los unos a los otros al parchís o vivir sin ordenador
no pudo con nosotros y volvimos la mar de relajados y morenos de aquellos
lares. Y con algún kilito de más, que la barbacoa no perdona.
Por lo demás, voy
asumiendo poco a poco la inauguración de mi último curso universitario en
compañía de la compi. Ya os iré contando nuestras batallitas entre tules de
novia, reportajes de boda y búsquedas de piso. Ojú, qué añito nos espera.